miércoles, 10 de noviembre de 2010

APORTACIÓN DE ANA LAURA JIMÉNEZ AL CAPÍTULO VII

"EL CRISTIANO NO HACE EL DIÁLOGO, ES EL DIÁLOGO EL QUE HACE AL CRISTIANO". (Paulo VI)

MI APORTACIÒN AL CAPÌTULO SIETE


Para mì sì ha sido una gran ayuda para el reto de pretender decir qué es Dios tomando en cuenta la exigencias de la Modernidad, el marco axiomático o “heteronomía-autonomía-teonomía”. Sin embargo, y teniendo en cuenta que algo característico del ser humano es el buscar la verdad, entender lo que afirmamos y así creer con fundamento, teniendo en cuenta que la teología puede decirse que es “la fe que quiere ser entendida” y que no creo que haya nada que ayude más a la fe que la razón, ya que ésta es un filtro que nos permite para empezar, ir descubriendo “lo que no es fe” ya que la fe no puede ir contra la razón, en el caso de nuestro hablar sobre Dios considero que el camino no es pretender afirmar algo sobre lo que El es, a partir de un esquema sea heterónomo, autónomo o teonómo, sino ubicar en qué lugar de mi vida este hablar sobre El puede tener un sentido fecundo a fin de que mi vida sea más plena y libre.

Para mí hablar sobre Dios no es hablar sobre una “esencia”, un “ente”, “una sustancia” o una cosa”, es básicamente hablar sobre la Realidad, hablar sobre la cuestión que para mí es central de mi existencia, y no se trata de hablar de si Dios tiene tales o cuales atributos, se trata de preguntarme sobre el sentido de la vida, el destino del mundo, se trata de preguntarse por aquello que para cada cual es la pregunta última o por qué no hay tal pregunta.

Para hablar de Dios tengo que tomar en cuenta varios factores: necesito primero hacer silencio. El primer paso para hablar de El es la pureza de corazón que sabe escuchar la voz de la trascendencia divina en la inmanencia humana. Para esto requiero del silencio del intelecto y de la voluntad, así como del silencio de los sentidos. Permitiéndome así el acceso a una dimensión de la realidad que trasciende, sin negar, lo que captan mi inteligencia y mis sentidos.

También creo que es importante considerar que el hablar sobre Dios es radicamente distinto de cualquier otro hablar sobre cualquier otra cosa, porque Dios no es una cosa. La palabra “Dios” apunta a un campo semántico de búsqueda y enseñanza radicalmente distinto a cualquier otro. No hay parámetros adecuados que nos permitan hablar del “funcionamiento” de esta realidad a la que llamamos “Dios”.El discurso sobre Dios es único y, por tanto, incomparable con todos los demás lenguajes humanos. Es irreductible a cualquier otro discurso.

El hablar sobre Dios es un hablar que involucra todo nuestro ser y no sólo el sentimiento, la razón, el cuerpo, la ciencia, la sociología, ni siquiera la filosofía o la teología académicas. Dios no es localizable con ningún instrumento.

No necesitamos mediaciones para abrirnos al misterio de Dios. Ciertamente, para hablar, sentir, ser conscientes de Dios, necesitamos la mediación del lenguaje, del sentimiento, de la conciencia. Pero esto no significa que necesitemos un lenguaje particular, un determinado sentimiento, un contenido de conciencia especial. La única mediación posible es nuestro propio ser, nuestra existencia desnuda, nuestra propia entidad entre Dios y la nada. La experiencia humana de todos los tiempos ha intentado siempre expresar un “misterio” que está tanto al principio como al final de todo cuanto somos, sin excluir nada. Dios, si “es” no puede estar ni a la derecha ni a la izquierda, ni arriba ni abajo, en cualquiera de los sentidos que podamos dar a estas palabras.

El hablar sobre Dios no es un hablar sobre ninguna iglesia, religión o creencia.

Dios no es el monopolio de ninguna tradición humana; ni de las que se llaman “teístas”, ni de las mal llamadas creyentes, puesto que todos creen en una u otra cosa. Tampoco es “objeto” de pensamiento alguno. Sería un discurso sectario el que quisiera aprisionarlo en cualquier ideología. “Dios no puede ser pensado ni imaginado, sólo puede ser experimentado…” (Theilard de Chardin).

Tampoco podemos identificar nuestro hablar de Dios con creencia paticular alguna, sien embargo, no es posible para los humanos hablar de El sin la mediación del lenguaje y no podemos utilizar éste sin expresar alguna creencia. Hay una “relación trascendental” entre el Dios del que se habla y lo que de él se dice. Las tradiciones occidentales lo han llamado mysterion, que no quiere decir ni enigma ni incógnita. Los nombres de Dios no son independientes de Dios y cada denominación del misterio representa un aspecto de este misterio, del que no puede decirse que sea ni uno ni múltiple.

Cada religión es un sistema diferenciado de mediaciones. Todo lenguaje es particular y está vinculado a una cultura. Cada lenguaje depende de un contexto concreto que le da sentido, a la vez que lo limita. Es necesario darse cuenta de la inadecuación constitutiva de cualquier expresión. No es ningún escándalo que cada religión defienda sus formulaciones, con tal de que respete a las demás y se dé cuenta de que cada mediación es una mediatización.

Finalmente considero que el hablar sobre Dios es hablar sobre un símbolo y no sobre un concepto. Dios no puede ser objeto ni de conocimiento ni de creencia alguna. El hablar sobre Dios no puede ser ni siquiera un hablar analógico. El discurso sobre Dios tiene constitutivamente muchos sentidos y no puede existir un sentido prioritario, puesto que no puede haber una metacultura desde la que se haga el discurso. Hay muchos conceptos de Dios, pero ninguno de ellos lo “concibe”.Pretender limitar, definir, concebir a Dios es una empresa contradictoria, porque aquello que surgiría de ello sería una creación de la mente, una criatura. Es una deformación del pensamiento el pretender encontrar algo más amplio, más englobante, que Dios. Sin embargo, “Dios” no es el único símbolo de lo divino. El pluralismo es inherente a la condición humana e impide que se pueda expresar aquello que la palabra Dios quiere decir desde una sola perspectiva, ni tampoco desde un único principio de inteligibilidad. La misma palabra “Dios” no es necesaria. Cualquier pretensión de reducir el símbolo “Dios” a lo que nosotros entendemos por tal no sólo destruiría, sino que también cortaría los lazos con todos aquellos hombres y culturas que no sienten la necesidad de este símbolo.

La misma pretensión de presentar un esquema de inteligibilidad unificado a escala universal es un resto de colonialismo cultural. Universalizar nuestra propia perspectiva representa una intención no justificada. La misma posibilidad de una “perspectiva global” es ciertamente una contradicción. Tal vez sería más coherente con lo que intuimos que sea esa realidad a quien llamamos “Dios” el renunciar a elaborar una teoría universal sobre El y redescubrir lo divino como una dimensión y el pluralismo (no la pluralidad) como un rasgo de la misma realidad. Un Dios puramente trascendente, aparte de la contradicción interna de cualquier discurso sobre él se convertiría en hipótesis superflua, y oscurecería la inmanencia divina destruyendo la trascendencia humana. El misterio divino es inefable y ningún decir lo describe.

Pertenece a la experiencia humana el saberse limitada, no sólo linealmente –por el futuro—sino también constitutivamente –por su propio fundamento, que le viene dado--. Sin amor y sin conocimiento, sin corporalidad y temporalidad, no es posible esta experiencia. “Dios” es la palabra, biensonante para algunos y malsonante para otros, que rompiendo el silencio del ser nos da la oportunidad de recobrarlo nuevamente. El silencio es la matriz de toda palabra auténtica.

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